Pero para mi cerebro la culpa, toda la gran culpa, es por esta imbecilidad de esperarte, y un poco también por ella: la escritura coloquial.
Se tendió más lisa que la angustia y comenzó a leer. A alguien hacía recordar. De alguna forma tenía la voz ultratumba, ansiosa y un poco carrasposa. Leyó con luz solar y jamás terminó de mencionar las oraciones que iban a hablarme de forma indirecta.
No importa.
Yo sabía que eran para que mis manos hagan de esas palabritas miedosas trufas de arcoiris.
Nada. Como siempre. Esa matinal rutina de teletransportación momentánea que no alcanza a ser deja vu ni recuerdo, ni memoria, ni anécdota, ni nada de eso. Alcanza sólo para ser una mirada que cambiamos entre el pestañeo del libro y la mugre de la alfombra.