viernes, 17 de febrero de 2017

 Siempre me gustaron las plantas de hojas gruesas, carnosas, sin flores. Supongo que por ese sentimiento de mirarlas y disfrutar como crecen sòlo con un poco de agua. Y no es que todos los dìas hay que atenderlas, con un cada tanto basta. No son exigentes. Saben que pedir de màs no lleva a ningùn lado.
Las flores, algunas lindas, no son mi fuerte ni preferencia. Y ellas tampoco me prefieren.
En casa mueren. O se van del lugar asignado. Caen al patio de tierra y se reproducen como si nada. Este año, la menta se transformò en un bosquecito para los caracoles.
Tuve una sola planta a conciencia con flores; eran  acampanadas y muy  amarillas con un leve tornasol anaranjado. Regalo de mi hermana. Porque sì. Porque quizàs en ese tiempo nos llevabàmos mejor. O cada cual cumplìa el rol familiar que tocaba sin azar.
Las plantas estàn enormes. Crecieron y se extendieron por el patio. Rodean la vereda. Cada dìa, cuando salgo al trabajo, les hablo y las alabo. Son hermosas.
El portòn ya casi no abre. Yo sì puedo, porque le conozco la maña. Pero ahora tengo que salir a la puerta y atender. Mamà, amigos, hermana, tìos, conocidos, la que cobra las rifas y cuotas solidarias de las instituciones, ya lo saben. Y avisan el dìa y horario antes de pasar por casa, asì les abro el portòn vestido de suculentas y crasas.
Vos no lo sabìas. Y a lo mejor pasaste y pensaste que la casa estaba abandonada.

A lo mejor.


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