Fue mordido en el lomo. Por primera vez en sus tantos años de rutina, fue atacado. Por un par, una traiciòn o puro instinto. Quijote sangraba y el otro preparaba un ladrido con sonido de rugido que jamàs emitìa.Miraba la escena mientras todas las catàstrofes posibles se representaban. Lo verde, lo rojo, lo grotesco, lo animal. No atinè a nada en concreto. Sòlo pensaba en memorizar hasta el olor de los gritos de la persona dueña del perrite, que observaba el desmenuzamiento de una carne peluda, beige con mechones blancos, ahora rosados, oscuros, goteantes por la espesura sanguìnea.
La representaciòn de la ayuda desesperada en espera. Que llega cuando ni siquiera es un aliciente sino una carga.
Me da estupor en un momento, el no colaborar, y en tratar de memorizar el nùmero de contorsiones que Quijote realiza. Danza con una bestia encima.Chilla, agudizando la mirada hacia el sitio donde querrìa estar.
Los infantes ni hacen caso, los que andan en bici ni comentan el suceso y los caminantes protestan alto para ser escuchados. Los perros sueltos no pueden estar en el parque.
Sigo parada, soy la màs pròxima a esa escena de ataque que, quizàs si hubiera interceptado al furioso peleador con alguna rama o palo, Quijote podrìa haber corrido y a lo mejor, tendrìa una mordida leve en el pie trasero. Me hago la sorda. No acuso recibo y sueño en lo que podrìa escribir. Deduzco que Quijote interceptò al otro animal que, estoy segura, iba a morderme.
Me hice la ida casual y me fui del lugar.
Y entonces es cuando recuerdo un cuento de Clarice donde el perro tenìa la particularidad de sentir el abandono.
Fui perro en la misma vida.