Jenny
estaba convencida de que ella había enamorado al subcomandante insurgente
Marcos una noche de agosto cuando había asistido a una fiesta de escolares a
punto de egresar con la mayoría de las materias previas. Su alegato discursivo
era que él, solamente él entre miles de chicos y hombres presentes en el lugar
había descubierto que, bajo su chaleco estampado de ridículas sandías, escondía
alfileres de ganchos. Alfileres que Jenny los usaba en símbolo de una libertad
a punto de ceder en libre.
Estaba
parada casi en la puerta de salida, relataba la castaña entusiasmada como si
todo lo que dijera fuese verdad, y de repente se me acerca un hombre que no
podía verle el rostro porque tenía un pasamontañas hasta el cuello. Lo único
ridículo que llamaba mi atención en ese momento era el pompón que tenía en el
centro de la cabeza que se balanceaba de a un lado para el otro cada vez que
hablaba, y lo otro, continuaba Jenny casi sin tragar saliva, era los treinta y
dos grados de calor que hacía dentro del salón y él con un pasamontañas de lana
en la cabeza. Pero no me molestaba, lo importante era que él me miraba a mí,
decía con orgullo.
Todas
aguantábamos la risa y quisimos saber los detalles del encuentro, el beso y el
paseo por el supuesto jardín interno adornado de flores enguirnaldadas. Pero
como siempre, Clarita arruinó todo el relato con sus suposiciones logísticas.
El
subcomandante Marcos Zapata (así lo llamaba la supersticiosa) vive oculto en el
suroeste mexicano y mirá vos que se va a venir hasta este pueblo de mierda
camuflado en una fiesta de disfraces. Te hicieron el cuento y te la creíste.
Callamos
y miramos directamente a Jenny, quien muy diplomáticamente dijo que ella sabía
muy bien a quien había entregado su virginidad.
Sí,
agregó despectivamente Carmen, con un demente marxista.
De repente una almohada fue a la boca de Carmen. Había sido Ema que se
indignó ante semejante acusación. Parece que su chico no era libertario sino
comunista, o de la juventud comunista o algo así.
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