martes, 4 de noviembre de 2014

Srta Paz.

Su ropero se parece a un nido abandonado por pájaros hambrientos de vientos suaves y amigables; desarma la cama, da vuelta el colchón, lo corta, putea, desparrama la gomaespuma por el espacio y revolea el cuchillo contra la pared.
Retrocedo sin disimular hasta la ventana, sin dejar de mostrar un gesto de aprobación.
Se sienta sobre lo que queda de algo armado como casa habitable, mira con ojos de siesta-conejo e intenta hablar. Pero nada.
Respiro el aire que se cuela por el taparrollo mal colocado e intento demostrarle que la entiendo aunque en lo único que pienso es en lo cansada que estoy. Mientras tanto el cuchillo quedó donde cayó, no se mueve para nada, ni siquiera en estos intentos de demostrarme si tengo poderes telepáticos, o como se llame. Nada. Queda ahí.
La miro y está embadurnando de rímel sus pestañas cortitas. Entonces la repaso y me alegra no parecerme. Se cepilla el pelo feo, todo mal teñido, desparejo por los tijeretazos, como si jugar a la peluquera la salvara de la depresión. O lo que finja tener.
Estoy segura que tiene celulitis o piel de naranja, nosé bien cómo se denomina todos esos pozos que esconde pero lo otro sí, todos los demás males sí. O al menos cuando leo los prospectos supongo, imagino, que todo se debe a que se pasó la vida al pedo viviendo a costa del marido.¡ Sí lo habrá jodido cada minuto de existencia! Y ella siempre impecable. Admito que es lindo ver el desastre este: la tierra en los muebles, la alfombra con pelos del perro, el olor a humedad, el encierro mismo con esos tintes de nostalgia y las fotos sepia por todos lados resguardadas por rosarios de plásticos.
Intento cerrar las puertas del ropero, pero la ropa, su abundante ropa, no lo permite. Excúseme, todo esto está para tirar: me lo quedo. Lo voy a usar, total, la vieja esta ya no sale más a la calle. No por viuda, sino porque ya no tiene tanta plata. O voluntad de abrir la puerta porque es una cómoda.
De repente, bueno, no taaaan de repente, se sobresalta con un “ya sé” y sale al encuentro del cuchillo para empezar a levantar cada madera de la escalera. Es una ridícula pienso, pero con tal que se entretenga le doy la razón.
Preparo el té con variedad de panqueques coloridos y comienzo a meter cizaña con palabritas entrometidas pero siempre tan efectivas. “A lo mejor tenía a otra” “A lo mejor tenía un hijo, una familia paralela” “A lo mejor siempre prefirió a los animales” “A lo mejor jamás la quiso” Entonces ahí llora, y yo la abrazo. Y le digo, aconsejo, que con lo poco que le queda de vida empiece a pensar en sus abortos y en lo realmente sola que está.
Me gusta rebajarla. De recordarle la familia política que nunca la aceptó y la familia biológica de mierda donde se crió.
Siempre fue mala, malísima, me decía mamá. Tenía todo pero no compartía, era presumida de sus ojos celestes y de su porte de mujer. Así le fue, se casó a los catorce con uno de cuarenta, para seguir fingiendo ser lo que no era.
Me gusta verla con poquito pelo, con flacidez estomacal, con arrugas, con la mismísima miseria vistiéndola. Me gusta, porque pienso qué hago acá sonriéndole , ayudándola a que se empastille y entregándole diagnósticos e hipotéticas historias de por qué no hubo herencia para ella.
Y disfruto tanto su decadencia que es natural aceptarla, todo para verla y tratar de comprender lo que ni idea quiero comprender.

Pobre y estúpido padre mío.

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