Su ropero se parece a un
nido abandonado por pájaros hambrientos de vientos suaves y
amigables; desarma la cama, da vuelta el colchón, lo corta, putea,
desparrama la gomaespuma por el espacio y revolea el cuchillo contra
la pared.
Retrocedo sin disimular
hasta la ventana, sin dejar de mostrar un gesto de aprobación.
Se sienta sobre lo que
queda de algo armado como casa habitable, mira con ojos de
siesta-conejo e intenta hablar. Pero nada.
Respiro el aire que se
cuela por el taparrollo mal colocado e intento demostrarle que la
entiendo aunque en lo único que pienso es en lo cansada que estoy.
Mientras tanto el cuchillo quedó donde cayó, no se mueve para nada,
ni siquiera en estos intentos de demostrarme si tengo poderes
telepáticos, o como se llame. Nada. Queda ahí.
La miro y está
embadurnando de rímel sus pestañas cortitas. Entonces la repaso y
me alegra no parecerme. Se cepilla el pelo feo, todo mal teñido,
desparejo por los tijeretazos, como si jugar a la peluquera la
salvara de la depresión. O lo que finja tener.
Estoy segura que tiene
celulitis o piel de naranja, nosé bien cómo se denomina todos esos
pozos que esconde pero lo otro sí, todos los demás males sí. O al
menos cuando leo los prospectos supongo, imagino, que todo se debe a
que se pasó la vida al pedo viviendo a costa del marido.¡ Sí lo
habrá jodido cada minuto de existencia! Y ella siempre impecable.
Admito que es lindo ver el desastre este: la tierra en los muebles,
la alfombra con pelos del perro, el olor a humedad, el encierro mismo
con esos tintes de nostalgia y las fotos sepia por todos lados
resguardadas por rosarios de plásticos.
Intento cerrar las
puertas del ropero, pero la ropa, su abundante ropa, no lo permite.
Excúseme, todo esto está para tirar: me lo quedo. Lo voy a usar,
total, la vieja esta ya no sale más a la calle. No por viuda, sino
porque ya no tiene tanta plata. O voluntad de abrir la puerta porque
es una cómoda.
De repente, bueno, no
taaaan de repente, se sobresalta con un “ya sé” y sale al
encuentro del cuchillo para empezar a levantar cada madera de la
escalera. Es una ridícula pienso, pero con tal que se entretenga le
doy la razón.
Preparo el té con
variedad de panqueques coloridos y comienzo a meter cizaña con
palabritas entrometidas pero siempre tan efectivas. “A lo mejor
tenía a otra” “A lo mejor tenía un hijo, una familia paralela”
“A lo mejor siempre prefirió a los animales” “A lo mejor jamás
la quiso” Entonces ahí llora, y yo la abrazo. Y le digo,
aconsejo, que con lo poco que le queda de vida empiece a pensar en
sus abortos y en lo realmente sola que está.
Me gusta rebajarla. De
recordarle la familia política que nunca la aceptó y la familia
biológica de mierda donde se crió.
Siempre fue mala,
malísima, me decía mamá. Tenía todo pero no compartía, era
presumida de sus ojos celestes y de su porte de mujer. Así le fue,
se casó a los catorce con uno de cuarenta, para seguir fingiendo ser
lo que no era.
Me gusta verla con
poquito pelo, con flacidez estomacal, con arrugas, con la mismísima
miseria vistiéndola. Me gusta, porque pienso qué hago acá
sonriéndole , ayudándola a que se empastille y entregándole
diagnósticos e hipotéticas historias de por qué no hubo herencia
para ella.
Y disfruto tanto su
decadencia que es natural aceptarla, todo para verla y tratar de
comprender lo que ni idea quiero comprender.
Pobre y estúpido padre
mío.
No hay comentarios:
Publicar un comentario